lunes, 16 de mayo de 2011

Cómo, por qué y para qué enseñamos


Uniforme y apariencia en la escuela: entre el “realismo” y la “complicidad con la realidad”

-Si no lo hago yo, lo hace otro.

Que es como decir:

-Yo soy otro.

E. Galeano. “La vida profesional/2” en El libro de los abrazos.


Coincidiremos en que la regulación sobre la “apariencia” o “presencia” de los alumnos, las alumnas y los/as docentes es uno de los temas más sentidos al momento de acordar normas de convivencia en la escuela. Me refiero particularmente a la secundaria y al sistema de jóvenes y adultos/as. Cuando la discusión se instala, una compleja gama de valores e ideas comienzan a entrar en juego. Y sobrevuelan las preguntas, desde las más pragmáticas hasta algunas de fondo: ¿Aritos? ¿Pelo largo? ¿Uniforme? ¿Tenemos que “dar el ejemplo”? ¿Cuál es el límite? ¿Hay que poner límites? Y me pregunto: ¿Límites aqué? ¿Cuál es el peligro? Y, en definitiva, ¿Qué debemos fomentar nosotros/as, como docentes?.
Mi posición no pretende ser exhaustiva, ya que el asunto puede tener muchos matices. Ni quiero centrarme en “uniforme, sí o no”, en “aritos, sí o no”, etc. Me preocupan, más bien, ciertos argumentos por sus implicancias en cómo, por qué y para qué enseñamos.

Lo primero que me preocupa es que a la hora de discutir estos temas en la escuela, emerge un pensamiento muy arraigado entre nosotros/as al que solemos llamar “realismo”. Tan “obvios” son estos argumentos, tan “realistas”, que tienen entre nosotros/as la misma fuerza hipnótica que el movimiento del sol tenía para nuestras sociedades hace mucho tiempo atrás: ¡Es el sol el que se mueve! Y ya se sabe: “Ver para creer”.

¿Y de qué argumentos tan “obvios” estoy hablando? Me refiero a aquellos que, adocenados con gestos de cariño y preocupación, hacen referencia al “afuera”, a la “realidad” y, en particular, a lo más sentido, el mundo del trabajo y sus exigencias, para justificar el control y regulación de la “apariencia”, “formas de hablar” o “presencia” de nuestros/as estudiantes. Donde más peso tienen estas ideas es en las escuelas de la periferia donde asisten mayoritariamente hijos/as de trabajadores/as o trabajadores/as mismos/as (ocupados/as o no, como en los CENS y CEBA). Se defiende allí, entonces, la idea de que debemos preparar a nuestros/as alumnos/as para el mundo del trabajo haciendo que se adapten desde ahora a sus requerimientos. Requerimientos que pueden no gustarnos, pero que son reales. Y nosotros/as tenemos que ser realistas.

Afuera, se dice, nadie los va a contratar si van llenos de aritos en la cara, con el pelo largo o un corte extraño. Afuera, insisten (¿insistimos?) los empresarios, los jefes, tienen en cuenta la presencia, la forma de vestir, de hablar. O, también: debemos preparar a nuestros alumnos para esa dura realidad o fracasarán. Tal es la realidad ¿Quién podría oponerse a eso? Claro, que, siguiendo esta línea argumental, podríamos ir más lejos. Porque, al fin y al cabo, ¿dónde está el límite a ese bien intencionado razonamiento? ¿Por qué detenernos en aritos, pelo y ropa cuando bien sabemos que “afuera” también se tienen en cuenta el peso, la figura, la belleza, la edad, etc.?¿Haremos entonces normas de convivencia que tomen también esta demanda de los empleadores o de las modas o acaso las combatiremos? Pero esto no se detiene acá. Hay más. ¿O no sabemos todos/as que las empresas prefieren contratar a quienes estén dispuestos/as a trabajar sin quejarse de nada y sin reclamar nada de lo que les corresponda por derecho? ¿Prepararemos a los/as chicos/as también para que no sean protestones/as así no pierden el trabajo? ¿Nosotros/as los/as disciplinamos y luego las empresas se encargan de recoger los frutos de nuestro trabajo? ¿Les diremos, entonces, que harían bien en ocultar en su currículo si han participado como delegados/as escolares o han estado en un Centro de Estudiantes porque estas cosas no gustan en las empresas? Y en tren de tener en cuenta qué quieren los empresarios, debemos admitir que aquellos pueden también tener inclinaciones descontroladas. Entonces, ¿prepararemos a nuestras alumnas para soportar con estoicismo las diversas formas de acoso sexual? Y a nuestros/as alumnos/as no heterosexuales, ¿les aconsejaremos que lo simulen en la entrevista de trabajo y en el trabajo mismo? ¿Pondremos alguna norma de convivencia que obligue a los/as estudiantes a comportarse heterosexualmente en horario escolar en pos de que se vayan preparando desde ahora para esa dura realidad de la discriminación en el mundo del trabajo?

Me centré en el mundo del trabajo, pero nuestros/as alumnos/as de escuelas de la periferia están “acostumbrados/as” al humillante trato que reciben cotidianamente por ser “portadores de rostro”. Redadas, pedidos de documentos, detención por averiguación de antecedentes. ¿Y nosotros/as, qué le decimos a eso? ¿Que la culpa es de ellos/as por su color de piel, por su ropa, por su “apariencia”? ¿Normas de convivencia y uniforme que los/as preparen para no llamar la atención de la policía y para no despertar el miedo de los/as vecinos/as?

¿No es evidente que debemos poner límites a esta forma de pensar la relación entre la escuela y el “afuera”?

Es claro: cuando los/as queremos convencer –y obligar- para que se vistan de otra manera y tengan otra apariencia que la que desean porque, de lo contrario, no tendrán trabajo ni lugar en el mundo, les estamos diciendo que ese mundo tiene razón, que esos criterios deben ser aceptados; que no se puede cambiar y que harían mejor en aceptarlo y someterse a sus exigencias, por más brutales y contrarias que sean a su ser. Decidimos que la víctima asuma la culpa y se acomode. Empezamos por ser realistas y terminamos siendo cómplices de la realidad.

Ahora bien, así planteado, esto se da de patadas con el tan mentado “pensamiento crítico” que tenemos que desarrollar en nuestros/as alumnos/as. Se da de patadas con lo mismo que debemos enseñarles en Formación Ética, etc., donde hacemos que reflexionen sobre las diversas formas de discriminación, sus derechos, los avances y conquistas sociales en la historia de la humanidad, etc. ¿Cuál es la verdad? ¿La que hacemos que lean en los manuales o la que hacemos que acaten?

La verdad es que más de una vez en la escuela, sin darnos cuenta, llevamos adelante un brutal doble discurso y un doble parámetro que, por un lado, canta loas a lo que está bien y, por el otro, enseña a resignarse y acatar lo que sabemos está mal, pero que vivimos y que enseñamos a vivir -he ahí nuestra responsabilidad- como “normal”.

Cuando queremos descifrar el interés de los patrones y aceptamos sus requerimientos como algo que hay que acatar y que nuestros/as alumnos/as deben aceptar, no pensamos desde nuestro interés ni el de nuestros/as alumnos/as. No somos nosotros/as, somos otros/as. Nos perdemos como sujetos y nos convertimos en agentes de algo que no nos pertenece. Nos traicionamos a nosotros/as mismos/as. Nos arrodillamos, en definitiva, frente al más poderoso. Y, sin darnos cuenta, le entregamos la dirección de la escuela, sin que tengan que tomarse el trabajo de acercarse siquiera. Porque dirigir es marcar un rumbo y, cuando actuamos de esta manera cómplice con la brutalidad y la discriminación del mundo del trabajo y del “afuera”, ponemos la escuela en dirección -rumbo a- seguir fortaleciendo esa desigualdad.

Por supuesto, esta forma de pensar también explica por qué nosotros/as aceptamos lo que está mal en el sistema educativo y nos afecta directamente (falta de recursos, aulas superpobladas, sobre carga horaria, etc.) como parte de un mundo que no podemos cambiar. Nos resignamos y propagamos la resignación.

¿Y qué hacemos, entonces?

Primero, recordar que la escuela no la dirigen los empresarios (salvo las privadas) y que nuestra función no es preparar a los/as alumnos/as para aceptar las injusticias y arbitrariedades del mundo, sino para fortalecerlos/as ideológica y prácticamente con el objetivo de que puedan y podamos hacer algo al respecto. Para que allí donde tengan y tengamos derechos reconocidos, puedan y podamos hacerlos valer. Y donde aún no los tengamos, los podamos exigir y ganar.

Segundo, poner límites. ¿A qué? Yo propongo que pongamos límites a ese cinismo que se nos cuela con ropaje de realismo. Hagamos una escuela en la que nos neguemos a preparar a nuestros/as alumnos/as a adaptarse a ese mundo hostil. Por el contrario, propongo que la escuela sea una espacio de libertades y despliegue, de verdadero trabajo colectivo con lo más avanzado y comprometido de la comunidad, de fortalecimiento y organización para que después, en el “afuera”, intenten reproducir y extender lo que vivieron/vivimos en la escuela. Que la escuela sea el cuartel donde preparamos el cambio de esa realidad brutal, y no el taller de una resignación fatalista.

Tercero, pero no menos importante. El “afuera”, la “realidad”, no es sólo el mundo despiadado y arbitrario del trabajo: también es el mundo de la solidaridad, de la resistencia, de los/as que luchan, de los/as que se organizan, de los/as que recuperan fábricas, de los/as que obtienen lo que reclaman, de conquistas históricas como el matrimonio igualitario. Ese mundo también existe y contiene la posibilidad real de uno mejor. Tal vez, los/as docentes, la escuela en general, debamos decidir de qué lado de la realidad estamos, hacer propia esa forma de pensar (en vez de la de las empresas) y preparar a nuestros/as alumnos/as (y a nosotros/as mismos/as) para ser parte de eso.Nosotros/as ya elegimos no ser cómplices de la “realidad”, sino actores conscientes y deliberados/as del cambio.

¿Y vos?

Sebastián Henríquez - Delegado CENS 3-474- Agrupación Marrón (SUTE) - Mendoza

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